Calderón de la Barca, 41

Diego Jesús Jiménez (1942-2009)

CALDERÓN DE LA BARCA, 41

      Los artesanos, sobre la lejanía de la tarde, formaban
un horizonte de sonidos.
                                 Las bengalas del frío
encendían la noche entre las hortalizas
de las huertas más próximas como una ciudad lejana.
Rodeada de templos y patios escolares, yo vivía
el deterioro de aquella casa familiar
en Cuenca, donde algún tostadero de café,
teñía con su aroma el invierno, como se tiñe ahora
de una luz sin origen la memoria.
                                                Recuerdo así la imagen
de san Antonio en la penumbra, su mirada ofendida
de oraciones obscenas; veo el tren en la noche atravesando el túnel
que formaban las sillas en el recibidor; los soldados caídos en el juego de bolos, su muerte de madera; como flores crecidas
en las riberas de un abismo, aquel campo de encajes en el que levantaban
mis tías, un altar familiar sobre la cómoda: Jesús crucificado, santa Rita
             de Cassia, santos
Sebastián e Isidoro -obispo de Sevilla-, imágenes
como llaves barrocas que encendían
el calor del verano derramado en la alcoba.
                                Era un lugar sagrado
para mí. Recuerdo
los cajones abiertos de la cómoda, su soledad
desordenada, mi infancia atravesando
con temor sus tinieblas. Me estaba prohibido, pues
según mi madre, allí había medicamentos venenosos;
más en vano buscaba yo el perfume de sus flores de hielo; cada objeto añadía
a mis ojos más dicha.
                                Rodeado por un silencio antiguo,
un silencio buscándose a sí mismo, abría los misales para ver sus estampas, el vacío dolor
                                                                                                                                    que
deja la muerte de los desconocidos en los recordatorios;
la crueldad de un paraíso oscuro, como si alguien de la casa hubiera hallado
su única salvación en la muerte.
                   Había nidos de alfileres y cintas, recortes de periódicos
de París y de Genova; manuscritos sermones
que nos amenazaban con el fin del mundo; un rosario de pétalos de rosa,
cabos de velas y un farol entre túnicas
como un pequeño sepulcro de cristal; restos de procesiones
y revistas de moda. De su interior salía
un aire humedecido por los años, una respiración
de capilla cerrada; encajes de las sombras los velos, las mantillas.
                                               En su fondo aún los trajes
de una primera comunión
como desfallecidos ángeles; viejos devocionarios
y una Biblia antiquísima como una teología
cuyos dioses hubieran huido de sus páginas. Me producía un temor blanco
una pequeña urna, como si al levantar su tapa
fuera a encontrarme un rostro transparente mirándome. Guardaba en su interior
un mechón de cabello como musgo angustiado.
                                          Y había cajas metálicas
de carne de membrillo con paisajes franceses
que contenían sortijas y collares, cremalleras y broches
que a mí me parecían nidos
de pequeños reptiles y que, ahora habitan la memoria
con sus formas sagradas.
                                      Las cajas de zapatos
contenían postales y láminas de mártires; una navaja envuelta en un papel de seda
como un crimen oculto; fotografías familiares
en la calle de Lauria o en las dehesas de Priego. Los ojos de mis tíos ya muertos
parecían pensarme en los retratos.

                                                  Algunos días antes
de llegar el verano, uno de los cajones de la cómoda
reinaba sobre todos. En él se abandonaban
los vestidos antiguos en los que yo veía los más bellos disfraces.
Flotaban en la espuma de las grandes toallas,
como si se tratara de los desaparecidos cuerpos de la infancia,
los bañadores de mis primas. La ropa del estío
dejaba por la alcoba una sombra de encina y brillaban los ríos y los pájaros
y, por entre las arboledas, huían de sus cofres los cánticos
de los conventos próximos.
                                         Acercaba a mi rostro
suavemente sus blusas, y encendían las horas de la siesta los antifaces negros
de los sujetadores, las medias que extendían en llamas
sus alargadas sombras. Su roce acariciaba
la superficie del sonido de su carne en mi cuerpo. Como el de la ceniza
era estéril su rostro; y quedaba en mí, oculta,
la sensación de haber martirizado
su vida virtuosa.
                       Oía yo el silencio, entonces, de la casa;
un silencio de olmo deshojándose.

                                          Como si lo que ya no existe
estuviera aún cautivo
en la desierta imagen de las cosas que miras, y fuesen
príncipes asesinados en su trono cuantos nombres pronuncias,
atraviesas la luz
entornada del tiempo: un lejano rumor de sonidos nevados, la indefensa blancura
que la muerte conquista.

de Itinerario para náufragos (Madrid, Visor, 1996).

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